domingo, 5 de abril de 2009

Premio Nóbel, 1974

FRAGMENTOS DEL ARCHIPIÉLAGO DE GULAG, de ALEXANDER SOLZHENITSYN. PARA PENSAR

El sentimiento general de inocencia engendraba una parálisis también general ¿Y si, a lo mejor, a mí no me cogen? ¿Y si todo se arregla? A. Y. Ladyzhenski era jefe de estudios en la escuela del remoto pueblo de Kologriv. En 1937 un campesino se acercó a él en el mercado y le dijo de parte de alguien: “¡Márchate, Alexandr Iványch, estás en las listas!” Pero se quedó: “Soy yo el que lleva el peso de la escuela y da clases a sus hijos, ¿cómo pueden detenerme’” (Lo detuvieron al cabo de unos días.) No todo el mundo veía las cosas como Vania Levitski a los catorce años: “Toda persona honrada tiene que pasar por la cárcel. Ahora está papá, cuando yo sea mayor también me encerrarán a mí.” (Lo tuvieron en prisión veintitrés años.) La mayoría se aferra a una fútil esperanza: “Si no soy culpable, ¿a santo de qué pueden detenerme? ¡Es un error! ¡Tan pronto como se aclare me soltarán!” Y aunque a los demás los detengan en masa, lo que también es absurdo, siempre podemos dudar ante cada caso individual: “¿Quién sabe si éste, precisamente...?” ¡Pero tú, qué va! ¡Tú eres inocente, claro que sí! Todavía crees que los órganos de la Seguridad del Estado son un ente humano y lógico: tan pronto como se aclare me soltarán.

Entonces, ¿para qué huir?, ¿para qué oponer resistencia? No harías más que empeorar tu situación, les impedirías aclarar el error. Y no sólo te resistes, sino que incluso bajas la escalera de puntillas, como te han mandado, para que no se enteren los vecinos.

Y luego en los campos penitenciarios te recarcome una idea. ¿Qué hubiera pasado si cada agente que sale por la noche a detener a alguien no pudiera estar seguro de volver con vida y tuviera que despedirse cada vez de su familia? ¿Qué habría pasado si durante una época de arrestos masivos, como por ejemplo Leningrado, cuando metieron en la cárcel a la cuarta parte de la población, la gente no se hubiera quedado en su madriguera, paralizada de horror al oír un portazo en la calle o pasos en la escalera? ¿Y si hubieran comprendido que ya no había nada que perder? ¿Y si los hubiéramos recibido con una barricada en el vestíbulo, con varios hombres armados de hachas, martillos, hurgones o lo que hubiera a mano? Sabíamos por anticipado que esas aves nocturnas tocadas con gorros no venían con buenas intenciones. No habría sido ninguna equivocación recibir a golpes a esos asesinos. O también podríamos haberles robado el coche o pincharle los neumáticos a ese “cuervo” que esperaba en la calle con sólo el chófer dentro. A los órganos de Seguridad del Estado pronto les habrían faltado agentes y material móvil, y por más que se empeñara Stalin se habría detenido la maldita máquina.
Si se hubiera hecho tal cosa, si se hubiera hecho tal otra... Sencillamente, nos hemos merecido todo lo que vino después.

Después de veinticuatro horas en el contraespionaje del Ejército, después de tres días en el contraespionaje del segundo Frente Bielorruso, donde mis compañeros de celda ya me habían puesto al corriente de todo ( de las argucias de los jueces de instrucción, de las amenazas, las palizas; de que una vez detenido ya nunca te sueltan; de la inevitable condena de diez años), de pronto me encontraba milagrosamente libre, y ya llevaba cuatro días viajando como un hombre “libre” entre hombres libres, aunque mis costados ya habían descansado sobre la paja podrida que rodea las letrinas, mis ojos habían visto a hombres apalizados y privados del sueño, mis oídos habían escuchado la verdad, mi boca había conocido el rancho carcelario. ¿Por qué me callé? ¿Por qué no abrí los ojos a la multitud aprovechando mi último minuto en público?

Guardé silencio en la ciudad polaca de Brodnica, aunque, bien pensado, quizá no entendieran el ruso. No grité ni palabras en las calles de Bielostok. ¿Quizá porque lo mío nada tenía que ver con los polacos? No emití sonido alguno en la estación de Wolkwysk. Estaba poco concurrida. Me paseé con esos bandidos como si nada por los andenes de Minsk. Pero la estación estaba todavía en ruinas. Y ahora conducía a los hombres de SMERSH al vestíbulo superior de la estación de metro de Bielorrúskaya, de la línea circular, una estación redonda, de blanca cúpula, inundada de luz eléctrica, donde subía a nuestro encuentro una masa compacta de moscovitas sobre dos escaleras mecánicas paralelas. ¡Parecía que todos me miraban! Subían formando una fila sin fin desde las profundidades del desconocimiento, hacia la brillante cúpula, esperando de mí aunque sólo fuera una palabra de verdad. ¿Por qué, entonces, me callé?
Cada uno encontraba siempre una docena de razones plausibles para demostrar que tenía razón al no sacrificarse.

Unos seguían esperando un final favorable y temían echarlo a perder con un grito (téngase en cuenta que no nos llegaban noticias del mundo exterior, no sabíamos que desde el instante mismo de la detención nuestro destino ya nos deparaba lo peor, o casi lo peor, y que era imposible empeorarlo). Otros aún no habían madurado y no sabían cómo exponerlo todo en un grito dirigido a la multitud. Ya se sabe, sólo los revolucionarios tienen siempre a punto consignas que lanzar a la multitud. ¿De dónde habría de sacarlas el hombre pacífico, el hombre común que nunca se ha metido en nada? Sencillamente, no sabe qué podría gritar. Y al final, había aquellas personas que tenían el alma demasiado llena, cuyos ojos habían visto demasiado para poder verter todo este torrente en unos poco gritos incoherentes.
Pero yo, yo me callé además por otro motivo: porque estos moscovitas apiñados en los peldaños de las dos escaleras mecánicas eran pocos para mí, muy pocos. Aquí mi clamor lo oirían doscientas personas, o el doble, ¿y qué pasa con los doscientos millones restantes? Presentía vagamente que un día podría gritar a los doscientos millones...
Pero de momento no abrí la boca, y la escalera me arrastró irremisiblemente hacia el infierno.
Y también me callaría en Ojótny Riad.
No gritaría al pasar por delante del hotel Metropol.
Ni agitaría los brazos en el Gólgota de la Plaza de la Lubianka.

Nayra Perez
Autor: Solidaridad.net- Fecha: 2004-04-28

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